sábado, 3 de diciembre de 2011

“Elegías de San Miguel” de Alfonso Sola González
Escribe Carlos Sforza
Decía Heidegger al analizar la poesía de Georg Trakl que “(…) Todo gran poeta poetiza a partir de una única poesía. Su grandeza se mide por el grado de fidelidad a ella, manteniendo su decir poético puramente en ella”. Alfonso Sola González poetizó a partir de una única poesía. De esa poesía que en su grandeza recoge la nostalgia y se convierte en elegía.
La elegía se inicia en la lírica griega y latina, y vale recordar al poeta romano Ovidio en las PÓNTICAS, para dar una idea de lo que fue la cumbre de la elegía clásica. En la elegía el poeta expresa sus lamentaciones sobre un hecho doloroso. Pueda tanto referirse a la muerte de un ser querido como también a un acontecimiento histórico o incluso, a desgracias colectivas. Elegía encontramos en el Arcipreste de Hita y se ha dicho que en el siglo veinte, “(…) la ELEGÍA A RAMÓN SIJE de Miguel Hernández constituye una de las muestras más hermosas del género elegíaco”.
En el caso de Sola González, a esa actitud elegíaca debemos apuntalarla con la esperanza. Esperanza que se advierte en sus poemas y se acentúa en el itinerario que marcan sus versos. Y es por la poesía que se eleva del recuerdo que lastima hacia una Gracia que se vislumbra. En su recordado CANTOS A LA NOCHE ello está patente. Hay una ascendencia por la poesía. Es el poder salir de la cotidianidad, de la penumbra y la pesadumbre, y liberarse por el canto. Es mantener la única poesía a la que no se puede renunciar cuando, con Alfonso Sola González, se ha elegido un camino y se lo transita sin dudar, pese a las dudas propias de todo andar, porque sabe que el recuerdo que se transforma en elegía muchas veces, es el comienzo de un peregrinar, como los romeros de los tiempos de Berceo. O los actuales romeros que van en pos de la esperanza. Así ha marchado por la lírica Alfonso Sola González.
Cuando en una nota el poeta cuenta su paso por el Profesorado de Paraná en la época de Carlos María Onetti y otros docentes, confiesa: “(…) Creo que el clima otoñal de mis poemas es el que ha estado siempre en mí, desde la infancia. He sido y soy un crepuscular, un melancólico. Instintivamente busqué aquellos poetas que reflejaban lo que más seducía (…)”. En esa nota, realizada por León Benarós, este poeta afirma: “Nutren a la poesía de Alfonso Sola González el prestigio de la antigüedad, la belleza de los otoños dorados, la majestad de las ruinas antiguas, las estatuas trabajadas por el musgo, la muerte trocada en lejanía y dulcedumbre, la amistad y el amor (…)”.
El alma de Alfonso Sola González buscaba en las cosas y los seres, con un cromatismo grisáceo, con un sentimiento que respiraba el otoño entrerriano, la verdad que proclamaba en la nota editorial de la revista Canto editada en Buenos Aires en la que colaboró mucho tiempo.
El presente se vuelve elegía. Y así poetiza en ELEGÍAS DE SAN MIGUEL: “¡Amor, amor, los días de recordar han llegado!/ Mayo venía entonces con su hermosa tristeza/ noble sobre la frente de los nuestros./ ¡Qué distinto el otoño de los días muertos!/ El tiempo del amor había llegado/ y un ordenado mundo nos venía del fuego”.
Es el recuerdo que se hace presente. El contraste se da en el adjetivo que acompaña al sustantivo con esa “hermosa tristeza”. Remata el poema “Soledades en las tardes de otoño” con estos versos: “¿Dónde buscarás su voz en el reino venidero del llanto?/ ¿Dónde buscarás su gracia que los espejos abolieron?/ Amor, amor, los últimos ángeles cantan en la luz de las ruinas/ y los muertos de mi corazón te llaman en el otoño”.
Las anáforas, las interrogaciones, dan fuerza a esta elegía en la que, repito, el recuerdo preanuncia en el presente lo que será después.
Con metáforas como la del verso “Invitación al otoño”, muestra el dolor que se presiente: “El otoño deja caer sus dorados cabellos” y en el mismo poema, aparece en versos memorables, la nostalgia: “El fuego venerable arderá tiernamente en la casa/ donde los amigos escucharán el rumor de los muertos/ que el otoño reúne”.
En éste como en otros poemas Sola González usa el adjetivo para darle sentido y fuerza al sustantivo. “triste cabellera”, “cabellos melancólico de hojas caídas”. Y el espejo, como una imagen de la memoria, recupera el pasado y proyecta la esperanza. De allí surgen estos versos: “”Despierta para que el amigo taciturno/ nos pregunte por aquella olvidada esperanza;/ para que en el espejo un vago gesto vuelva de otros mundos/ entre ojos lejanos y cabelleras de tiempo”. Y remata el poema con un auténtico tono elegíaco: “Despierta, Diosa, despierta.// Tu voz anunciará que la estación ha llegado/ y que es preciso amar todavía otro otoño/ entre las viejas fuentes, tesoros del olvido”.
El poema “La amiga”, uno de los más recordados de este recordado y recordable libro, nos sitúa en un lugar preciso, en una plaza conocida y en un repicar de campanas que habla de muchas formas en un aquietado Paraná: “Las campanas de San Miguel suenan lejanamente/ para nosotros esta tarde/ en que de pronto comprendemos que algo antiguo y hermoso,/ triste como el amor y su castigo, cae/ entre esa luz con campanas y rosas”. Pese a la cercanía, el tañir del bronce suena lejano. Y pese al sentido promisorio de las campanas que recuperan la esperanza y el amor en las rosas, el poeta presiente que “en la tarde inmóvil, todo pasa y pasará y estará solo”. Una soledad que marca al hombre ante la realidad presagiada de una ausencia: “Las campanas de San Miguel suenan sobre las rosas del domingo./ Mueres despacio a las cuatro de la tarde inmóvil./ Comprendo que me estoy quedando solo”.
En PALEMOR I, el excelente juego de los adjetivos y sustantivos, hace que una fuerza poética se instale en los versos: “Lentas memorias, pálidas sienes”, así como ese “amargo amor”. En PALEMOR II, el alma del poeta nos muestra el contraste: la naturaleza renace y el amor ha muerto. Es evidente que estamos ante una poesía que desde la mismidad del poeta, en medio de un sitio muchas veces visitado y transitado, se eleva en una búsqueda esencial, con una médula lírica que alcanza cimas de excelencia.
Completa “Elegías de San Miguel” el largo y profundo poema “Cantos para Dafne florecida”. Sola González recurre, como es su carnadura en el libro, al uso de adjetivos y metáforas de calidad como también a comparaciones excelentes, propio todos ellos de quien no sólo sabe infundir en hálito lírico sino que maneja a la perfección las diferentes formas y los contrastes justos.
Con este poema concluye el libro, que es un puñado de hondas elegías que muestran cómo la poesía en Alfonso Sola González está bien adentrada en el corazón y “bien ceñida a su alma”.

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