lunes, 6 de diciembre de 2010

EN EL ALMA DE NUESTRAS PLAZAS
Escribe Carlos Sforza*
Primero, y por mucho tiempo, fue la placita Moreno. Eran los años de la infancia. Las diagonales y las calles laterales de dentro del paseo público, eran de tierra.
Allí, bordeados por el verde de los canteros, en las siestas de sol mezquino del invierno, fue el ruido de las chorlas, las porcelanas, los aceros. Y el juego a las bolillas (así lo llamábamos nosotros). Y también las carreras. Y los trompos bailoteando en círculos interminables, picoteados de jugar a los puazos.
También, eludiendo los cables del alumbrado, estuvieron las cometas: barriletes, bombas, medio-mundos, algún barco perdido, y las impares tarascas. Y la vida transcurría. El dolor andaba a nuestro lado; la tragedia desfilaba a nuestra vera. Pero, en actitud displicente, los ignorábamos. Estábamos, por razones de edad, al margen de esos condimentos del vivir cotidiano.
A veces, y ya nuestro panorama se alargaba, era una escapada a otra plaza. Íbamos en barra (¿de qué otra manera podíamos incursionar en un barrio vedado?). Y entonces era cuando la plaza Libertad se nos aparecía de lejos. Allí, en el centro, estaba esa pirámide alta (altísima para nuestra imaginación niña). Y los juegos: el tobogán preferido; las hamacas; y las piedras de los muchachos de la barra del lugar, que veían invadir por un grupo de intrusos sus lares queridos. Y siempre, con una altura impresionante, la pirámide, con esa mujer allí arriba (claro, era la Libertad, y podía permitirse el gusto de mirarnos desde tan encumbrada postura. Y también, causarnos no poco pavor traducido en una especie indefinible de vértigo).
Y otra vez, en nuestros años niños, fue la plaza principal, la San Martrín. Ya allí, había que ir con la mejor ropa que teníamos. Era el lugar de los actos patrióticos. Y de la procesión de la Virgen Patrona. Y del corso oficial. Y del paseo de los jóvenes y las chicas que hacían sus primeras armas en el amor.
Y de la mano, una noche de carnaval, con el asombro saltándonos de los ojos, estuvimos con nuestro padre. Era el sucederse de las caravanas de hombres, de máscaras, el ruido interminable de las matracas y los pitos; el correr, con el viento del último momento, de las tapitas de cerveza y naranja y chinchibira, que unían su sonidos al de las gentes y los vehículos y al ritmo enloquecido del corso.
Después, los años fueron pasando. Y las plazas, las tres plazas más importantes de nuestro pueblo, fueron creciendo. Las costumbres cambiaron. Y los niños siguieron siendo siempre niños. Oír eso, ahora cuando la vieja y querida placita Moreno ha vestido su aspecto con baldosas, ha agregado el busto del patrono del lugar, ha mejorado el alumbrado, ha incorporado juegos infantiles; cuando la plaza Libertad también ha ampliado su vestuario y ha embellecido su aspecto; cuando la plaza San Martín, que es la principal (la de los actos oficiales, de la procesión de la Patrona, de los corsos que ya no están y del mejor traje), también ha avanzado en el tiempo; cuando hemos visto nuestra prolongación a través de nuestros hijos y nietos, nos parece que estamos allí también nosotros. Retrotraemos el tiempo y jugamos en las diagonales; en los bancos; a veces (sin que nos vea el cuidador, que pese a todo es amigo de los niños), subimos a los canteros.
Porque las plazas, nuestras plazas, como todas las plazas del mundo, conservan un pedazo grande de nuestra infancia. Y es bueno, es saludable, es hermoso, volver a rememorar la infancia. Volver a ser niños (no por nada Jesús dijo que había que hacerse niños). Y estas plazas nuestras, estos paseos victorienses, estos rincones adentrados en nuestro corazón, siguen deparándonos esas emociones.
A veces, algún paseante con imaginación volandera y fácil quizá advierta el paso de sombras rápidas, andariegas, movedizas. Es, sin dudas, el hálito de nuestra infancias que así, imperceptibles para quienes no saben ver, ha quedado allí, prendido de los canteros verdes, en juego permanente, con el beneplácito de las flores y los pájaros. Y otras veces, la sonrisa de algún poeta que sabe, por pura intuición, que sus amigos, los niños y los espíritus de los que siguen siéndolo pese a la edad cronológica, juegan, saltan, viven en esos paseos que son nuestras plazas: la Moreno de nuestra primeras andanzas; la Libertad de nuestras esporádicas incursiones; la San Martín de los actos protocolares (y del juego, también antes, de nuestras hijas y nietos).

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