domingo, 3 de enero de 2010

UN EXTRAÑO DON

Me habían hablado del hombre. Pero como suelo ser muy racional, casi no creía las cosas que de mentas había escuchado. Lo cierto es que quise conocerlo. Conocerlo es un decir, porque cuando llegué a su rancho (mejor diría tapera) lo que pude vislumbrar fue un hilo fino. Eso y no otra cosa era el hombre. Un puro y alargado hilo fino. Lo que sí me llamó la atención, aparte de la figura del hombre, fueron los ojos. Estaban vivos. Los ojos, se entiende. Eran azules, de un azul claro pero profundo. Un cielo, eso, un cielo me parecieron.
Quise hablarle pero el hombre no respondió. Estaba como en trance. A todo esto creo que me olvidé de consignar que había una caterva de perros flacos a su alrededor. Mansos los perros. De vez en cuando movían las colas para espantar algunas moscas que, cargosas, revoloteaban en torno al hombre.
Blas Celestino Centoya se llamaba el hilo fino con ojos azules que tenía delante de mí. De larga fama en la comarca. Casi una leyenda era el hombre. En los alrededores y más allá, por los límites de las islas. En el Quinto Cuartel vivía Blas Celestino Centoya. El barrio viejo de las caleras, ahora, claro, venido a menos. No era más el emporio de otros tiempos cuando la cal se mandaba, en convoyes de barcos, afuera. Media ciudad de La Plata se hizo con la cal del Quinto. Pero esa es otra historia que alguien contará.
Por ahí, como un suspiro, se irguió el hombre. Porque cuando llegué estaba apoltronado en un jergón de maderas y guascas. Husmeó por una ventana, chiquita y cuadrada, hacia fuera. El sol de la primavera apretaba a esas horas. La siesta iba desperezándose en unos paraísos añosos que en el patio de tierra lucían como centinelas en descanso.
Le volví a hablar al hombre. Movió sus labios carnosos. Una hilera amarillenta de dientes carcomidos fue lo único que alcancé a divisar. Con la mano derecha, parsimoniosamente, se arregló el cabello. Mucha pelambre tenía el hombre para la edad. Indefinidos los años que había vivido Blas Celestino Centoya. Pero se me hacía que como ochenta. Si no eran más.
–Don Centoya –dije–, me han hablado mucho de usted y como estoy haciendo una recopilación de datos para un libro quisiera que me contara sobre su don…–dejé flotando las últimas palabras. Como si quisiera largar un gancho.
El hombre me escrudiñó con sus ojos de azul profundo. Pero un profundo a la vez manso, sin sobresaltos. Diría como de quien está de vuelta de todas las cosas.
–Usté dirá –fue lo único que obtuve como respuesta.
Entonces me animé. A esa altura los perros se habían adelantado y olfateaban en la puerta del rancho. Centoya salió a la luz de la tarde. Reverberaba la primavera en los paraísos. Y más allá, en unos malvones que crecían a la buena de Dios. Y el sol reverberaba en la tierra del piso y en las toscas de una especie de barranca que estaba hacia la derecha como haciendo tapia a un sendero que conducía al río. Detrás el hombre, que parecía más fino alumbrado por la inmensa luz del sol de primavera, salí yo. Nos sentamos en un tronco viejo, tendido en un costado del rancho.
–Usté dirá –repitió.
–Larga fama tiene, don Centoya–. Saqué los cigarrillos y le alargué el paquete. No me aceptó. Pero sí hurgó en la cintura ceñida por una faja negra y extrajo el resto de cigarro que se echó en la boca y comenzó a mascarlo. De a ratos, por el costado de la boca, lanzaba unos escupitajos marrones que se confundían con el color del piso de tierra.
–…me gustaría saber cómo era su don, esa atracción que tenía para que lo que siguieran los animales –proseguí. Y me quedé mirándolo de lleno.
–Ah, bueno, eso es…– con una ramita hizo unos dibujos en el suelo. Y dijo:
–Resulta que yo era un hombre de andar por el campo firme y el anegadizo. En éste más que en aquél…– hizo una pausa, aspiró el aroma que llegaba desde los paraísos y un brillo de picardía iluminó sus ojos–…y no sé por qué, pero siempre que andaba en medio del campo, se me arrimaban los vacunos. Yo no hacía nada. Pero en cuantito principiaba a andar, los animales me seguían. Y bueno, así llegaban hasta la casa y se aquerenciaban. Lo que pasaba siempre es que la autoridá no lo entendía de ese modo, decía que yo los arriaba. ¡Si habré tenido líos por esa causa! Y por el don, que le dice usté. Y yo sé que así era nomás.
Un silencio profundo se cernió después de las palabras de Blas Celestino Centoya. Y ya no hubo forma de hacerlo hablar al hombre. Se ensimismó y hasta los ojos fueron un hilo como un hilo era todo el hombre.
Me despedí después de haber fumado el segundo cigarrillo. Ni siquiera me miró ni abrió la boca para mostrar los dientes carcomidos ni hizo gesto de ninguna especie. Los perros, quietos y amodorrados, lo rodeaban en círculo, echados, con las cabezas entre las patas delanteras y algún leve movimiento de las orejas. Y nada más.
Me fui alejando de a poco. Allí, atrás, hierático y en un estar, quedaba el hombre. Con su don que le había dado larga fama en la zona. Y yo sin haber sacado nada en conclusión.
Pero a los pocos días me enteré del hecho. Y parece que fue así como decían. Aunque la policía opinaba de otra manera. Se había largado a la isla Blas Celestino Centoya. En un falucho dicen que fue. A botador y nada más. Unos pescadores lo habían visto como un ánima en medio del riacho. Y en un campo bajo, donde pastaban varios mochos negros, el hombre se había parado. Sebastián Ahumada, “Biguá” que le dicen, lo estuvo observando mientras recorría el espinel.
Parece ser que el hombre se hizo más fino que antes. Y que le resucitó el don (si es que alguna vez lo había perdido o se le había muerto). Y comenzaron a rodearlo los animales. Y fue tal la cantidad que llegó que, al decir de Ahumada, no se lo podía ver casi al hombre. Dicen los cuidadores de las islas vecinas que los bovinos se azotaban en la correntada y no podían sujetarlos. Y todos marchaban al centro del campo anegadizo donde Blas Celestino Centoya estaba de pie, fino hilo entre los espartillos. Sin moverse estaba el hombre. Y se fueron arracimando las vacas y los novillos y los terneros y algunos toros que se abrían paso con las cornamentas casi tocando el suelo.
Y fue, como se dijo después, cuando el cielo se enrojeció. La policía afirmó que fue por la puesta del sol que presagiaba la gran sequía que sobrevino en la zona. Los pescadores que vieron ese cielo dicen otra cosa. Yo, a esta altura, callo mi opinión.
Y fueron cientos y cientos de animales que rodearon al hombre. Y el hilo fino, de ojos azules profundos y serenos, en medio de ellos. Después lo encontraron cuando pudieron sacar los animales del lugar. Lo encontraron es un decir. Porque apenas si había unos restos que se habían hecho como cenizas calcinadas. Como si de golpe el hombre hubiera cargado sobre sí añares y más añares. La policía dijo que el hombre quiso seguir con la vieja costumbre de cuatreriar y ya no estaba para esos trotes. Más de una vez, antes, había estado preso por el delito “Abigeato”, decía pomposamente el Oficial Sumariante cada vez. “Es un don que tengo”, replicaba siempre Centoya.
El cielo se enrojeció y el hombre se hizo más fino, dicen que decía el “Biguá” una y otra vez a quien quisiera oírlo. Se hizo uno con los animales. Y despareció. Fue cuando el fenómeno del cielo y cuando se escuchó en las islas y más allá, hacia el lado de Gualeguay, y más acá por el viejo barrio de las caleras, el gran mugido que a más de uno hizo persignarse y a no pocas viejitas sacar ramitas de olivo bendito para quemar.
Así desapareció de escena Blas Celestino Centoya. ¿Desapareció? Es un decir. Cuentan que de vez en cuando se ve un hilo fino con dos luceros azules que se yergue en medio del campo y hacia él convergen los vacunos. Eso dicen. Tal vez habría que comprobarlo. O no. Depende. A esta altura uno puede creer o dudar. Yo cada vez dudo menos.

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