LOS FANTASMAS DEL ESCRITOR
Escribe Carlos Sforza*
Sabemos por experiencia propia que,
como escritores, unos más, otros menos, todos tenemos nuestros fantasmas. Eso
significa simple y sencillamente que hay ciertas obsesiones que consciente o
inconscientemente, moran en el interior de quien es escritor. Son los fantasmas
de que nos habla Sábato en su ensayo “El escritor y sus fantasmas” y que uno
reconoce que existen cuando escribe.
Es claro que no son fantasmas que
se manifiesten con claridad. Como fantasmas que son, aparecen y desaparecen
cuando ellos quieren, pero hay algo que no se puede negar: esos fantasmas están
presentes, existen y pueblan el mundo interior del escritor.
Cuando el narrador escribe, crea
personajes que son ficcionales y pertenecen a historias hechas por el escritor
que como tal es un hacedor. Y como sostenía Juan Rulfo, no debemos olvidar que
“la literatura es ficción y por lo tanto es mentira”.
Es cierto que la ficción es una
cosa imaginada. Y en ese sentido es mentira. Pero como bien sostiene Mario
Vargas Llosa, “La ficción es una mentira que encierra una profunda verdad; ella
es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron
tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla.” (Carta a un novelista, pp.
14/15). También, en una nota publicada en el diario porteño “La Nación , el escritor peruano
sostenía que “si la novela es buena
aquello que cuenta pasa a ser verdad, porque está escrito de una manera que no
permite no creer en ella”.
Recordemos que todo lo que existe
es materia apta para el novelista. Desde el santo al pecador, desde lo más
pequeño a lo más grande. Nada escapa a la posibilidad de ser tomado por el
narrador y transformado, cuando se posee el don y se sabe cómo decir lo que se
quiere decir, en una obra de arte literario.
Es claro que cada escritor, como
tiene en sí sus obsesiones, sus fantasmas, los transfiere a muchos de los
personajes que crea. No es que cada personaje sea el autor; que sus opiniones
sean las del que escribe; que si el personaje es un asesino, lo sea el
escritor; si es un santo, lo sea también el escritor. Hay partes, fragmentos
del autor que sin dudas, aparecen en los personajes que crea. De allí que el
dicho de Flaubert: “Madame Bovary soy yo” sea cierto. Pero también es cierto
que el cochero, el farmacéutico y los otros personajes de la célebre novela de
Flaubert, son él. Lo son como que son hechuras de su imaginación. Y lo son
porque, a la postre, tienen ciertos rasgos que son como un aire de familia con
el autor.
Es claro que como es sabido, cuando
un narrador crea un personaje, ese ser nuevo, de ficción, se independiza del
creador y comienza a andar con paso propio y con amplia libertad de quien fue
su hacedor. Es decir, abandona al creador y hace su propia vida. Heinrich Böll,
el novelista alemán que fue Premio Nobel de Literatura, escribió en un artículo
publicado en 1963 lo siguiente: “Yo soy católico y lo soy, también en mi
calidad de escritor y periodista, pero no
soy un novelista católico (…). Me considero tan libre como libres dejo yo a
los personajes de mis novelas. Quien se tome todo esto a la ligera y me
confunda con alguna de las figuras de mis novelas, hace muy mal. Hasta ahora he
escrito cinco novelas con un considerable número de personajes, les he ofrecido
mucho y los he dejado libres; y existe un acuerdo definitivo entre nosotros:
jamás daré información sobre ellos”.
Es la independencia que adquieren los personajes una vez que el
escritor los crea. Se liberan y marchan y hacen su propio camino muchas veces
contrario a lo que pensaba el creador que iban a hacer.
Como escribiera el siempre
recordado Oscar Wilde: “Cuando las personas nos hablan sobre otros suelen
aburrirnos. Cuando nos hablan de ellas mismas casi siempre son interesantes”.
Daré algunos lineamientos de mi quehacer, de mi propia experiencia como
escritor. He citado y quizá cite a algunos colegas, ilustres escritores, como
apoyatura y corroboración de lo que personalmente siento y pienso como
escritor. Y nunca olvido el valor del aprendizaje humano “sin el cual el
aprendizaje literario es Irrisorio” (E. Mallea). De allí que siento la
necesidad de escuchar a la gente, vivir junto a ella, transitar las redacciones de los diarios y
periódicos como lo he hecho desde mi primera juventud y lo he continuado hasta
hoy, conocer lugares y admirar sus casas; incluso, visitar los cementerios y
leer viejas lápidas, adquirir allí una experiencia que nos hace remontar a
nuestros antepasados y nos hace ver, en gran medida, nuestro futuro.
Todo ese aprendizaje, esas
vivencias, hacen que nos marquen de una u otra forma. La mayoría de las veces,
en mi caso, se fijan en lugares oscuros del subconsciente o del inconsciente y,
cuando uno escribe, libera esos fantasmas que moran en nosotros.
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