sábado, 29 de septiembre de 2012

LA LITERATURA COMO FORMA DE VIDA


Escribe Carlos Sforza*

Existe en la historia literaria una serie numerosísima de escritores que han asimilado a la literatura como una forma de vida. Esto quiere decir, sencillamente, que buscan en su creación literaria una manera de vivir.

El valorado y a la vez controvertido crítico Harold Bloom sostiene que “(…) cualquier distinción entre vida y literatura es engañosa. Para mí la literatura no es sólo la mejor parte de la vida; es en sí misma la forma de la vida, y esta no tiene ninguna otra forma”.

Ahora bien, la literatura como forma de vida es una decisión que el escritor toma de una vez y para siempre. No es que todo su trajinar vital pase por la literatura. No. Lo que sucede es que al lanzarse al mar de la literatura, el escritor sabe de antemano que se está jugando su propia existencia. Lo que equivale a decir que de ahora en más, no tendrá otra opción que aceptar la literatura como forma de vida.

Por supuesto que no todo en él es literatura ni mucho menos. Lo cierto es que ha optado por algo de lo que no podrá desprenderse más. Vivirá entre sus semejantes, cumplirá con sus obligaciones familiares, sociales, institucionales, como cualquier hijo de vecino. Pero en su intimidad e interioridad, se ha jugado por asimilar a la literatura como forma de vida. Y es allí donde la escritura sirve no sólo para expresarse, para imaginar mundos y otras vidas, sino como una coraza que lo ayudará a afrontar momentos difíciles, que siempre los hay, y para sortear obstáculos que aparecen cuando uno menos los espera.

Como afirma el crítico estadounidense, “(…) Las sombrías influencias del pasado de nuestra nación siguen congregándose entre nosotros. Si somos una democracia, ¿qué vamos a hacer con los evidentes elementos de plutocracia, oligarquía y creciente teocracia que gobiernan nuestro Estado? ¿Cómo abordamos las catástrofes creadas por nosotros mismos, que devastan nuestro entorno natural? Tan tremendo es nuestro malestar que ningún escritor puede abarcarlo en solitario. No tenemos ningún Emerson ni ningún Whitman. Una contracultura institucionalizada condena la individualidad como algo arcaico y menosprecia los valores intelectuales, incluso en las universidades”. Harold Bloom está hablando de la actualidad de su país. Pero, pienso, podemos trasladar sus apreciaciones a nuestros propios países y de allí en más, reflexionar sobre lo que sostiene el crítico y en qué medida se aplican sus opiniones a nuestras realidades actuales.

Esa forma de vida en la literatura hace que el escritor sea el testigo ideal de su tiempo y de otros tiempos (pasados o futuros). Y ese testimonio que se plasma en una obra literaria es el que muestra la validez de la escritura cuando quien la realiza es un verdadero creador.

En su “Anatomía de las influencia”, Harold Bloom habla de la influencia literaria de los escritores anteriores o contemporáneos, sobre la labor de un determinado autor. Y esa influencia, directa o indirectamente se hace presente no como una copia de aquélla ni una imitación, sino como un hálito vital que se incorpora inconscientemente y de alguna manera aflora al crear una obra literaria. De allí que el crítico estadounidense sostenga que “La estructura de la influencia literaria es laberíntica, no lineal”.

Asimismo conviene recordar que uno escribe por necesidad de hacerlo. Es la propia vida la que lo lleva a escribir. No piensa en el lector ideal ni potencial, sino en expresarse conforme a lo que su imaginación le dicta. Por eso Harold Bloom sostiene que “(…) Gertrude Stein observó que uno escribe para sí mismo y para los desconocidos, que para mí significa que hablo para mí (que es lo que la gran poesía nos enseña a hacer) y para aquellos lectores disidentes de todo el mundo que, en su soledad, buscan de manera instintiva una literatura de calidad, desdeñando a los lemmings que devoran a J. K. Rowling y a Stefhen King mientras corren hacia el acantilado rumbo al suicidio intelectual en el océano gris de Internet”.

Quienes hemos leído al crítico estadounidense, sabemos de su afán canonizador y de su ironía para lo que él considera mala literatura. Pero no podemos obviar sus apreciaciones que, podrán ser compartida en su totalidad o en partes, e incluso rechazadas, pero que hablan de una posición crítica seria, responsable y sostenida con argumentos que hay que destruir para demostrar que son erróneos.

Cuando el crítico habla de Leopardi y de su idea negativa de lo sublime, escribe: “Las obras de genio tienen esto en común: que aunque cuando claramente muestran y nos hacen sentir la inevitable infelicidad de la vida, y cuando expresan la más terrible desesperación, sin embargo para una gran alma –aunque se encuentre en un estado de extrema aflicción , desilusión, nada, noia y desesperación de la vida, o en la desdicha más amarga y funesta- estas obras siempre consuelan y reavivan el entusiasmo; y aunque tratan y representan solo la muerte, le devuelven, al menos temporalmente, esa vida que había perdido”.

Es indudable que ese efecto saludable de la literatura no sólo lo es para quien se acerca a una obra sino, y esencialmente diría yo, para quien escribe la obra. Para aquel que ha asumido a la literatura como forma de vida.





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