martes, 26 de febrero de 2013


SOBRE JOSEPH RATZINGER
Escribe Carlos Sforza*
Desde que el Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, anunció su dimisión al papado que ocurrirá el 28 de febrero de este año, se ha escrito, hablado y comunicado por diversos canales, mucho acerca de esta decisión de la que no se tenía noticias desde hace 600 años.
Se han conjeturado muchas hipótesis sobre los motivo de la renuncia, aunque en su carta en latín el Papa fue claro y contundente. Expresó que “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.”
Indudablemente hay que tener un criterio sano, una gran fortaleza espiritual, y una sinceridad y visión claras, para tomar una determinación de la envergadura como es renunciar al papado.
El régimen de la Iglesia Católica al respecto, es el de una monarquía perpetua salvo que, por razones valederas y en plena libertad, el Papa renuncie a su mandato de ser la cabeza de la Iglesia en la tierra. Y eso y no otra cosa es lo que ha hecho Joseph Ratzinger.
TIEMPOS DIFÍCILES
A Benedicto XVI le tocó dirigir la Iglesia en tiempos difíciles. Y lo son por las acuciantes cuestiones que sacuden temporalmente a la misma. Es decir, por los desafíos y las realidades que se deben enfrentar.
Benedicto puso todo su esfuerzo en tratar de afrontar y solucionar muchos de esos desafíos. Así tuvo la fortaleza para condenar las aberraciones sexuales de miembros del clero convertidos en pedófilos. Para buscar un acercamiento con otras religiones y, sobre todo, después de su desgraciado discurso de Ratisbona (2006) donde molestó en forma clara al Islam. No obstante ello, hay temas pendientes que, lógicamente trascienden a través de los medios y de las opiniones de especialistas, tanto dentro del clero como del laicado. Se preocupó por la inclusión de muchos hermanos que por razones de ser divorciados no pueden recibir el sacramento de la Eucaristía, por tratar de sanear las finanzas vaticanas y, una llaga que hace temblar a muchos, por las tramas dentro de la curia romana, por cuya reforma muchos claman.
Todo esto, ante la edad avanzada del Papa y la falta de fuerzas para afrontar temas pendientes y que se multiplican en un mundo sumamente globalizado, han llevado a Joseph Ratzinger a resignar el cargo y la misión de ser Papa.
A la vez, es el desafió que el cónclave de cardenales tendrá que tener presente en la elección del futuro pontífice. Porque a quien sea ungido Obispo de Roma y Jefe del Catolicismo, le tocará enfrentar, afrontar y buscar una salida acorde con lo que es la misericordia y el amor que viene de Cristo y al que debemos devolver desde la fe y la caridad como dijo el propio Benedicto en su Mensaje para La cuaresma del 2013.
TRAYECTORIA
El renunciante, Joseph Ratzinger tiene una trayectoria excepcional como teólogo y pensador. Para dar una idea de su talento y sus formación, debemos tener presente que cuando sesionó el Concilio Vaticano II, él junto al  téologo Hans Küng y al teólogo Karl Rahner fueron los que inspiraron muchas de las decisiones de los padres conciliares. Si bien es cierto que en muchas ocasiones difirieron en cuanto a temas profundos, no es menos cierto que insuflaron de vida las sesiones del Concilio al cual, conforme lo dijo el propio Ratzinger con motivo de su renuncia, hay que regresar y logar que se cumpla lo resuelto en el Vaticano II.
Precisamente Ratzinger publicó varios libros sobre las conclusiones y proyecciones de los resultados de la reunión conciliar. Entre ellos en 1965, en traducción y bajo el sello de Ediciones Paulinas, leí en su momento “La Iglesia se renueva”, “La Iglesia se mira a sí misma”, “Resultados y perspectivas en la Iglesia Conciliar”. Siempre he tenido a Joseph Ratzinger por un estudioso, un teólogo, un hombre de pensamiento serio, razonador y que no elude la discusión o “disputatio” como decían los medievalistas, aunque, y debo aclararlo, en algunos aspectos no comparta todo lo que él ha escrito. Entre esto último está la famosa “Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación” (1984) cuando era Prefecto de la “Congregación para la Doctrina de la Fe” que tuvo la aprobación del actual beato, entonces Papa Juan Pablo II.
Pero siempre vi en Joseph Ratzinger al hombre de estudio, no mediático ni mucho menos carismático, como su predecesor en el papado. Ratzinger era y es un hombre de estudio, de estar en la investigación, en la meditación y reflexión. Quizá el papado fue para él como muchos han dicho, una especie de ofrenda que tuvo que dar al aceptar ser Papa, para servir y devolver a la Iglesia el Amor que Cristo puso de manifiesto al momento de la creación y en su entrega en la Cruz.
COLOFÓN
Dejé pasar unos días desde el anuncio de la renuncia de Benedicto XVI para escribir esta nota. Al hacerlo advierto la humildad de las palabras del Pontífice en su renuncia. Y la valentía para romper 600 años de tradición vaticana y hacer saber al mundo (católicos y no católicos) que hay momentos en que se debe dar un paso al costado. Que no somos eternos y no vale de nada querer quedar “atornillado” a un cargo.
Joseph Ratzinger nos ha dado un ejemplo que es valedero hoy en día, cuando la gran mayoría busca mantener una posición determinada aunque no le den las fuerzas, ni el talento ni la aprobación de los fieles y del pueblo al que se debe servir.





lunes, 18 de febrero de 2013

LA CRÍTICA Y EL VALOR LITERARIO


Escribe Carlos Sforza*

Siempre se vuelve sobre algunos temas. En el caso concreto de la literatura, esta vez regreso a raíz de una entrevista que le hizo Paula Escobar Cavarría periodista y editora de Revistas de “El Mercurio” de Chile, al inefable y siempre actual crítico y profesor Harold Bloom.

Lo visitó en su casa de New Haven (Estados Unidos) y el entrevistado, con sus lúcidos 82 años, accedió a varias respuestas, algunas que descolocan posiciones anteriores del propio Bloom.

Cuando la entrevistadora le preguntó que cómo se siente “ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo según The New York Times”, el entrevistado simple y socarronamente respondió: “¡No sé de quien estás hablando! –Se ríe.”

Sostiene que pasados los 80, uno ya no se preocupa por esas cosas. Ante la pregunta “¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quien tiene valor literario o no?”, Harold Bloom que ya está más allá de muchas vanidades de este mundo, sencillamente respondió: “-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no interesa lo que dices sobre ellos.”

En síntesis, el crítico estadounidense desliga la influencia de la crítica en cuanto al valor perdurable de una obra literaria.

Es evidente que los críticos, cuando ejercen su función con conocimiento y ecuanimidad, acercan una valoración, opinable por cierto, sobre una determinada obra literaria. Pero de allí a que ello constituya un juicio como valor definitivo, hay un gran trecho para andar. La opinión del crítico, sin dudas, ayuda a quien busca un derrotero y recurre a esa opinión para transitar por un camino de palabras como es la obra literaria.

Luego podrá ese lector, estar o no de acuerdo con las opiniones vertidas por el crítico consultado, leído o escuchado, conforme a lo que la obra en cuestión le depare a él (el lector) personalmente.

El propio Bloom en su libro “Anatomía de la influencia –La Literatura como modo de vida-” sostiene que “Practicar la crítica propiamente dicha consiste en reflexionar poéticamente acerca del pensamiento poético” (p.29). Y esa reflexión ayuda, sin dudas, al lector que se acerca a quien ejerce la crítica pero, como sostiene Bloom, no significa que se establezca necesariamente un valor literario definitivo.

Asimismo es interesante lo que el entrevistado dice sobre la sabiduría. Sostiene que “Yo no tengo sabiduría. Sé dónde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad.”. Y agrega: “Además yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.”

Es evidente que transpuestos los 80 años, Bloom ha llegado a esa madurez que hace que uno se sienta cada vez más a la intemperie. Es decir, desprovistos de aquellos asuntos que creía que eran la verdad cuando en realidad son partes, a veces más amplias y otras muy pequeñas, de la verdad.

Y remite a tres grandes de la literatura occidental. El inglés, el español y el italiano. Ellos, en sus obras, en sus dramas, en sus poesías, en sus novelas, ha presentado sí, la sabiduría y a través de esa sabiduría de los que deambulan por sus libros, la verdad pese a que muchas veces (la mayoría de las veces, por mejor decir) se parte de una mentira. Como que la ficción es mentira pero, pese a serlo en la creación que hace el autor, se convierte en una verdad cabal, pura, que muestra los meandros más secretos del ser humano.

Se sabe que hay desde hace varios años, legiones de críticos de las más diversas escuelas, que dedican su tiempo precisamente no sólo a hacer crítica directa de textos, sino a enseñar (a veces a pontificar) sobre cómo debe ser la crítica y cómo debe evaluarse un texto.

Umberto Eco recuerda algo por lo que muchos hemos pasado. Dice que “Mi generación postcrociana (la primera) exultó con las revelaciones de Wellek y Warren, con la lectura de Dámaso Alonso y de Spitzer. Empezábamos a entender que la lectura no era una merienda campestre en la que se cogían casi al azar, ahora aquí, ahora allá, botones de oro o majuelos de la poesía, anidada entre el estiércol de las cuñas estructurales, sino que se afrontaba el texto como algo entero, animado de vida en distintos niveles. Parecía que nuestra cultura lo había aprendido.” (Sobre literatura, p. 183).

Yo recuerdo bien ese período en que leíamos “Teoría Literaria” (Edit.Gredos) de Warren y Wellek, como los estudio de Alonso y Leo Spitzer, al igual que los de Alfonso Reye y tantos otros. De ellos aprendimos mucho, claro. Pero en la dinámica de la literatura, debimos y debemos seguir aprendiendo de otros. Y, a la vez, tener nuestro propio juicio. Y saber, a la postre, que la valoración de una obra literaria como legado de la humanidad, la dará el tiempo. Mientras tanto, quienes escribimos ficciones, nos conformamos con aquellos lectores desconocidos que acceden a nuestras narraciones y gustan de ellas, como me acaba de suceder con un lector de Paraná que, quedó tan “atrapado” con mi novela “La guerra de los huesos” que comenzó a leerla, según su propio testimonio, en las primeras horas de la mañana y no la dejó hasta las seis de la tarde cuando llegó al final del libro.

Con ello el autor se siente reconfortado. La posterior perennidad de la obra, será cuestión no de un lector ni de un crítico, sino del paso del tiempo y de lo que la posteridad conserve de ella.





martes, 12 de febrero de 2013

LAS NOVELAS SEMANALES DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX


Escribe Carlos Sforza*

Acabo de leer un ensayo-investigación de Beatriz Sarlo sobre las narraciones de circulación periódica en la Argentina. La obra, originariamente se publicó en 1985 y tuvo una segunda edición. La que he leído con sumo interés es la tercera edición, revisada y corregida, editada en 2011.Se trata de “El imperio de los sentimientos: narraciones de circulación periódica en la Argentina, 1917-1925” (Siglo Veintiuno, Editores, Buenos Aires, 176 p.).

Se trata de un estudio pormenorizado, profundo, de las publicaciones semanales que bajo el título de novela (que incluía cuentos y en algunos casos otras materias) se publicaban y distribuían en Buenos Aires y otras ciudades, en quioscos o a domicilio. Es lo que se llamó el apogeo de la literatura sentimental, que, conforme se ha dicho, son “textos de la felicidad: aunque narren la desdicha de los amores contrariados y que la dicha puede alcanzarse a través del matrimonio.”

Beatriz Sarlo sostiene que esa literatura era de barrio y “también literatura predominantemente para mujeres o adolescentes y jóvenes de sectores medios y populares”. No era una literatura de vanguardia ni mucho menos. Se trabajaba sobre clisés y tenía una gran aceptación en las masas. Difería, claro, de la denominada literatura culta o de elite, que a la par comenzaba a publicarse en nuestro país y que en muchos casos era en lo temático semejante a la semanal, pero con el vuelo de lo que podríamos llamar buena literatura.

Hay que tener en cuenta, asimismo, que como dice Beatriz Sarlo refiriéndose a las publicaciones semanales, que éstas eran “escritas cuando la literatura psicológica ya había producido grandes novelas”. Y agrega: “estas publicaciones (las semanales) son regionales por su persistencia en la presentación de una misma temática. Se trata de un movimiento de la subjetividad: el amor, el deseo y la pasión.” (p.22)

Son discursos narrativos lineales, sin desviarse en temas secundarios, siempre teniendo en vista el gusto de los lectores que, ávidamente, esperaban la entrega semanal. Siempre aparece la joven bella, pobre, que aspira a ascender y que llegue su “príncipe” para rescatarla y formar una pareja ideal. Cosa que, que en la ficción de estas publicaciones (y muchas veces en la realidad) no sucede. De allí que en su ensayo, Sarlo sostenga que “Una figura de mujer se repite a lo largo de estos relatos: el de la bella pobre, alguien que merece mejor destino, aunque probablemente no lo alcance. Foco de identificación para las lectoras jóvenes, este tópico (que también forma parte de la literatura de folletín y que Dickens no desdeñó) es compartido por la literatura sentimental y por el cine, y recorre la narrativa semanal como uno de sus hilos conductores.” (p.23).

Es interesante comprobar que si bien Beatriz Sarlo se ha centrado especialmente en el análisis de la dimensión literaria de esas publicaciones, no desdeña hacer algunas incursiones por lo sociológico. Así por ejemplo, afirma que las narraciones semanales vienen a satisfacer las necesidades de amplios sectores medios y populares. En efecto, dice que “Como los lectores cultos, los populares también buscan en la literatura ese lugar de la ensoñación, de la evasión o de la aventura” También sostiene que la lectura de esas narraciones ha hecho posible que vastos sectores populares se hayan acostumbrado a leer y puedan dar, a la postre, un salto cualitativo con respecto a la calidad de la literatura que se presenta ante sus ojos. Ha creado el hábito de la lectura y así, posibilitado el acceso a una literatura que podríamos llamar grande en cuanto a la calidad de su escritura y al planteo de sus temas como a la forma en que esos temas son tratados. De allí que la autora sostenga que en los circuitos en que circulaban esas publicaciones, sectores sociales concretos, producían varios efectos. “Entre ellos, dice Beatriz Sarlo, uno que no carece de importancia: colaboraron en la formación del hábito de la lectura, desarrollando y afirmando destrezas y disposiciones adquiridas en un proceso de alfabetización que es, al mismo tiempo, una de las condiciones del éxito amplio de las narraciones semanales.” (p.25).

La autora menciona once publicaciones semanales: “El cuento ilustrado” (que dirigió Horacio Quiroga), “La mejor novela”, La Novela Argentina, “La Novela del Día” (católica), “La Novela de Hoy”, “La Novela de la Juventud”, “La Novela Nacional; La Novela para Todos”, La Novela Porteña”, “La Novela Semanal” (dirigida por Miguel Sans que salió en 1917 y llegó al número 400 en 1925, y que en marzo de 1920 publica “El Suplemento”) y “La Novela Universitaria”-

Como se puede apreciar, una cantidad de publicaciones que hablan del consumo que los lectores hacían de ellas en los lejanos años de comienzos del siglo pasado.

No se crea que en las narraciones semanales, quienes las escribían eran aprendices (los había sí, y otros que nunca pudieron trascender de esa zona de la literatura para masas). Habían autores que incursionaban por la denominada literatura culta: el caso de Horacio Quiroga, Hugo Wast, Héctor P. Blomberg y varios más. Era, para ellos, una manera de llegar a los que recién accedían a la literatura (muchos inmigrantes e hijos de ellos) y, a la vez, una forma de obtener dinero por las publicaciones que hacían, que no era sino un comienzo de la profesionalización del trabajo intelectual.

El análisis que hace Sarlo de esta literatura es amplio, profundo, y cala hondo en los temas, en la presentación de los personajes característicos de las mismas, en la forma en que se hilvanan las historias que eluden el ascetismo y proponen lo que llama un arte medio a la medida de su público. Dice que “Para contar sus simples y repetidas historias, estas narraciones no eligen un estilo simple. Eligen un estilo de clisé que garantiza la existencias de un plus. En ese plus está su estética, basada tanto en una pronunciada tipificación de personajes y situaciones como en una serie de moldes estilísticos”. (p.157).

Es una literatura de consumo, claro. Pero, como afirma la autora, ese consumismo de la literatura semanal, no se convirtió en regla de gusto, sino que, sucedió lo contrario: “el público nuevo no quedó indefinidamente fijado en el imperio de los sentimientos, sino que logró compartir este imperio con otros.” Y Agrega: “Construir un público, la historia de la literatura lo enseña, es una de las operaciones más complicadas de la cultura moderna. En esta perspectiva, las novelitas sentimentales pueden haber sido, más que un obstáculo, un agradable desvío o una sencilla estación para las iniciaciones” (p.160).

Beatriz Sarlo ha hecho un importante aporte para conocer una parte que fue muy importante y no puede desdeñarse, de la literatura de masas a que comienzos del siglo XX. A la vez, ha ilustrado con ejemplos de las narraciones incluidas en la novela semanal, sus explicaciones y afirmaciones. En suma, ha hecho un trabajo a conciencia, que ilustra y enseña. Yo debo decir que, después de leer este libro, he aprendido muchas cosas que ignoraba sobre aquellas ya añosas publicaciones. Lo que equivale a decir que me he ilustrado y nutrido con la lectura de “El imperio de los sentimientos”.

martes, 5 de febrero de 2013

LA VIDA: ESCUELA DEL ESCRITOR


Escribe Carlos Sforza*

Hace poco apareció un libro en Italia que, conforme a lo que sobre él se ha escrito, reúne las conferencias de la periodista y narradora Oriana Fallaci (que falleció en 2006). La obra reúne, a estar a las informaciones, las conferencias de la polémica ex corresponsal de guerra italiana. Conforme a la traducción, el libro se titula “Mi corazón está más cansado que mi voz” y lo editó Rizzoli.

La vital, polémica y profunda Oriana Fallaci incursiona en una de sus conferencias sobre temas que hacen al quehacer de los periodistas y de los escritores. Darío Ferillo en el CORRIERE DELLA SERA, sostiene que la Fallaci tiene una idea del periodismo no “como oficio sino como misión”. Y agrega que esa misión le consumirá gran parte de su vida. Agrega que en la autora “(…) está esa fe chamánica en el rol del escritor a imagen y semejanza de un sacerdote guerrero, tal vez predestinado desde el vientre de su madre, y por lo tanto condenado a no desconectarse nunca y a decir siempre, y como sea, la verdad. Y también a ser objetivo a su manera, si por esa palabra se entiende una participación directa, sin mediaciones, con los hechos. Se les exige un sí incondicional a las razones de la vida, antes de sentarse en el escritorio para describirla.”

LA ESCUELA DEL ESCRITOR

Oriana Fallaci entre cuyas obras figura la novela “Un hombre” y donde sobre su admirado Alekos Panagulis y le dedica un capítulo cuando estuvo detenido, sostiene que cuando habla del protagonista de la novela (Alekos) ella tuvo oportunidad de conversar con él de muchas cosas, pero no de lo que sintió cuando estaba en prisión. Un entrevistador le preguntó entonces a la autora si Panagulis le contó lo que sentía en su largo confinamiento a lo que la italiana respondió que no. Y ahí surgió la pregunta que cómo ella lo sabía pues era fiel testimonio de lo que pasaba con el detenido. Oriana respondió: “Me lo imaginé. El motivo por el cual un escritor es capaz de todo eso, en mi opinión, es que la verdadera escuela del escritor es la vida misma, empezando por la propia. Y dado que su trabajo principal es observar la vida, empezando por la propia, jamás separa su trabajo de su vida personal. No se desconecta nunca.” Y agregó a renglón seguido que “Todo lo que hace, prueba, piensa, ve, entiende ingresa en su escritura como un líquido vertido en una botella a través de un embudo. Incluso cuando duerme y sueña. Incluso cuando ama y hace el amor. Y como es consciente de ello, nunca está satisfecho. Y en proceso de escritura, reinventa la realidad, la dilata, quiere que la verdad sea más verdadera que la verdad, arrancándole a la crónica periodística o a su vida personal un episodio particular para universalizarlo.”

Todo ello nos lleva a la conclusión que, en la opinión de la Fallaci y de muchos escritores, la mejor escuela para quien es narrador, es la vida. La ajena y la propia. Y el ojo del novelista, del fabulador, siempre está atento a los vaivenes de lo que lo rodea. Porque todo es materia novelable. Por supuesto que a ese aprendizaje que da la vida y que se asume consciente e inconscientemente, se le adicionan otros componentes, como puede ser el estudio, el aprendizaje en charlas personales o grupales, y, claro, sobre todo en la lectura de los narradores que son en esencia, verdaderos creadores de los mundos de la ficción.

Concordante con la opinión de Oriana Fallaci, conviene recordar que Emerson dijo: “Si quiere aprender a escribir, debe hacerlo en la calle. Tanto para los propósitos como para los medios de ese arte, debe frecuenta la plaza pública. El pueblo, no la universidad, es el hogar del escritor.”

Es que la vida enseña. La propia y la vida ajena. Nada escapa a la mirada inquisidora del narrador. Todo resulta interesante y puede serle útil en cualquier momento. Chesterton decía que “Estamos imbuidos de la primera de las doctrinas democráticas, que todos los hombres son igualmente interesantes.” No olvidemos que en las obras de un novelista entran muchas categorías de seres humanos. Manuel Gálvez sostenía que “Para el novelista los hombres, en cuanto objeto novelable, valen todos lo mismo: el santo y el bandido, el imbécil y el genio. Su misión es comprender lo humano y revelarlo (…) El novelista es más escritor que literato”. Y también el autor de “La maestra normal” afirma que “El novelista ama al pueblo. (…) “El novelista es casi siempre sencillo y sincero. No pude ser farsante quien vive buscando la verdad humana y transponiéndola en sus libros”.

Es que, como afirma quien dio pie a esta nota, Oriana Fallaci, la gran escuela del narrador es la vida. Y precisamente por eso, por conocerla, por interrogarla, cuando aparece reflejada en la ficción resulta verosímil, atrapante y demuestra que aunque sus temas sean del pasado, siempre el narrador marcha “de acuerdo con el tiempo nuevo”.